Tenía yo la edad de seis años aproximadamente, cuando
hicimos un paseo familiar al zoológico de Maracay, sitio que en la entrada no
me gusto, era sucio, mal oliente y los animales se veían tristes.
Imprudentemente, quienes dirigían el zoológico, permitían a los visitantes
alimentar a los elefantes, que no recuerdo sí eran africanos o indios.
Los elefantes eran la mayor atracción, todo lo que sabía de
ellos lo había visto en unas láminas del libro “El Principito” y en una
documental sobre los elefantes, que eran usados para trabajos en las selvas de
la India. En fin, me dieron un gran paquete de cotufas y me fui a compartirlas
con un elefante hembra y su cría, junto a mis hermanos y otros niños de
distintas edades.
Estaba entretenido comiendo mis cotufas, que compartía con
el enorme paquidermo, colocándoselas en la punta de su trompa, cuando levante
la mirada y vi que mis hermanos mayores se habían ido y estaban con mi madre,
encaminándose hacia otro sector del zoológico. En el acto me dispuse a
seguirlos llevándome mis palomitas de maíz, cosa que no le agrado para nada a
la golosa elefante, el cual me tomo con su trompa por la cintura,
aprisionándome los dos brazos y me levantó del suelo.
En ese instante, tuve la impresión que todo se detuvo en el
zoológico, el tiempo dejo de fluir, los ruidos de fondo se fueron apagando
hasta que reino un silencio absoluto, que sólo interrumpía el latir acelerado
de mi corazón. Entonces el belicoso animal, barritó atronadoramente, la sangre
se me helo, mientras observaba estupefactos la arrugada piel de su trompa y los
innumerables pelos, que se hincaban como agujas en los brazos.
En un santiamén los acontecimientos se precipitaron, la
elefante me trato de meter a su zona de aislamiento, mi cabeza impacto
fuertemente en dos oportunidades con los barrotes horizontales de una baranda
de acero, luego me restregó contra el piso y me soltó violentamente. Un buen
hombre salido de la nada, me jalo del brazo y me saco del área de peligro,
llevándome de inmediato con mi madre, quien parecía una esfinge de sal en medio
de la vereda.
Mi salvador, al tratar de expresar su susto con espavientos,
fue interrumpido secamente por mi madre, diciéndole: “No ha pasado nada, mi
hijo sólo está practicando para ser domador de elefantes”; luego dirigió su
penetrante mirada hacia mí y me dijo: “Lo has hecho estupendamente bien, creo
que el elefante se llevó un buen susto”. El espontaneo rescatista se esfumo,
como por arte de magia, sin decir una sola palabra.
Mi madre, me desconcertó y de acontecido pase a ser un
terrorífico domador de elefantes; quien era para desilusionarla y dejarme
vencer por el miedo en ese instante, si ya todo había pasado. Nos quedamos
solos un largo rato sentado en un banco del zoológico, sin cruzarnos una sola
palabra, mientras me acariciaba dulcemente.
Años más tardes, resultó que quien me rescato, era el chófer
del abuelo de un amigo de mi hermano, quien les relato su versión de lo
sucedido en el zoológico como cualquier otra anécdota de su vida, sin saber la
relación de uno de sus oyentes con lo sucedido. Termino su cuento, con una
severa sentencia; “Cuando le lleve el niño a la madre, me di cuenta que esa
pobre señora estaba totalmente loca”.
No era para menos, que pensara así, pero nuevamente coloco
la nota alegre en ese día de aventura, en el cual corrí además con mucha
suerte, porque años más tardes, otro elefante mato a dos niños en un circo en
similares circunstancias.
La verdad, es que más nunca en mi vida quise acercarme a un
elefante, hoy me gustas verlos libres en su habita natural, me parece una
crueldad que un animal tal majestuoso se encuentren encerrados en un zoológico
o en un circo. Lo mismo opino de las orcas, ballenas belugas, delfines y
toninas prisioneros en las crueles piscinas de acuarios y en lujosos hoteles,
sin que estos últimos puedan justificar de manera alguna el sometimiento de
estos animales a tan extravagante penuria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario