La inmortalidad es un concepto que me produce angustia y
terror, desde que tengo uso de razón. No logro comprender por qué mí buen Dios
me condenaría a ella; sea en el paraíso, sea en el infierno o en un
interminable ciclo de reencarnaciones.
Cómo entender que tan aburrida penitencia, pueda ser
considerada una generosa concesión para los humanos, no así para las demás
criaturas que ha creado. Me rebelo como ser humano ante está terrible amenaza
de perpetuar solo nuestra existencia más allá de nuestro ciclo biológico;
¿Acaso una vida bien vivida, no es más que suficiente?
Mucho menos me agrada la idea que vaya a disfrutar ésta
latosa inmortalidad en mi actual cuerpo, recuperado después de la Parusía. No
sé a quién se le habrá ocurrido tan extravagante idea cristiana, pero si tal
cosa sucediera, no pienso usar el mismo modelo corpóreo imperfecto y disfrutar
nuevamente de una precaria salud.
Lo mínimo, que le podrían ofrecer a uno para variar un poco
la monótona inmortalidad, es cambiar de cuerpo cada vez que uno le dé la gana o
mejor aún, vagar libremente como espíritu inmaterial por todos los rincones del
universo, sin limitaciones físicas de ningún tipo.
La eternidad resulta demasiado tiempo incluso para los
dioses, que será para mí como ser humano, en qué ocuparé mi perpetua existencia
y a la vez sentirme útil, porque no me imagino con mi falta de oído musical y
mi voz nasal producto de la rinitis, cantando en un coro con la sublime primera
jerarquía de Serafines, Querubines y Tronos, por los siglos de los siglos,
amen.
Tal vez, esa sea la manera de retribuirle la finura a mi
buen Dios, y hacerlo recapacitar sobre el abuso de poder que comete al condenar
a los humanos a la vida eterna, cosa que hace por su insoldable soledad, más
nunca por mala fe. Tal vez, sí en esa eternidad estuviéramos acompañados de
otras de sus tantas criaturas que pueblan nuestro mundo, las cosas serían más
llevaderas.
Los dioses más dignos de los hombres, por lo menos que yo
conozca, fueron los nórdicos, porque desde su origen, tuvieron la sensatez de
no renunciar nunca a la mortalidad, compartiendo el mismo destino ineludible de
todos los seres vivos.
El omnisciente Odín, amo absoluto de los nueve mundos y
señor de todos los dioses, no se libró de un arrebato de cólera y codicia,
quebrantando su palabra empeñada, aún en pleno conocimiento de que su
transgresión a ley regidora del cosmos, que el mismo creo, precipitaría el
ocaso de todos los dioses, incluyendo su propia extinción.
No se podía esperar una reacción más humana del ambivalente
dios de la "poesía y la inspiración", así como de la "furia y la
locura," es decir, era un soberbio ególatra hecho a mi imagen y semejanza;
claro está salvando las distancias, porque él fue un poderoso dios que lo arriesgo todo en una desatinada y
malaconsejada aventura, mientras quien escribe es un simple hombre, que tiene el
mal hábito de no arriesgarse en la vida y desde luego en eso siempre se
equivoca.
Los dioses griegos que si eran inmortales, le tenían
reservado al hombre común “el reino de Hades” o inframundo, habían dispuesto
que antes de entrar a la “neblinosa y sombría morada de los muertos,” el alma
trasportada en la barca de Caronte, bebiera ingenuamente agua del río Leteo
para calmar un repentino ataque de sed. Lo que provocaba en el instante una
extinción de toda conciencia, de manera que se vagaba en el inframundo sin el
más mínimo sentido existencial, como una simple sombra.
Esta oscura visión del mundo de los muertos, que tenían los
antiguos griegos, es lo que más se parece al hoy recientemente inhabilitado
Limbo, región periférica del Infierno.
Lógicamente para los griegos antiguos, no les causaba ningún
aliciente su vida futura en ultratumba, tampoco se tomaban muy enserio a sus
dioses los cuales eran demasiados terrenales. Luego se dedicaron de lleno a la
filosofía, la ciencia y el arte, materias sobre las que se destacaron como
ninguna otra civilización, lo hizo nunca jamás.
Los romanos complementaron magistralmente el mundo griego,
aunque no fueron muy originales en materia religiosa, salvo por su visión
práctica y cínica de la mismas; “todas las religiones son verdadera y luego son
falsas, pero igualmente útiles para el imperio.” En consecuencia, cada vez que
conquistaban un gran pueblo, incorporaba un dios nuevo al panteón de Roma y
solucionado el problema.
El Papa Benedicto XVI, con la gran humildad que lo
caracterizaba, sin mayor explicación, ha realizado la mayor remodelación urbana en el inframundo, desmantelando el vetusto Limbo y dejando
desguarnecido a millones de almas infantiles, que murieron sin ser bautizados
en la fe "verdadera". Este tímido y tardío cambio, quien sabe cuántos
tiempo nos llevará asimilarlo, lo que nos reitera, que la vida eterna supone un
anhelo muy humano e infructuoso de poder burlar la muerte.
En fin, la memoria de los hombres es frágil, con el
transcurrir del tiempo terminan sepultado en el olvido a sus antiguos amores o
dioses, inexorablemente lo harán con los actuales o los nuevos que surjan, tal
vez porque en el fondo intuimos que la eternidad es algo ajeno a nuestra efímera existencia y hasta sería una
penitencia, tal como la concebimos.
¿Quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos? Me temo que
la respuesta la tiene el primigenio e inescrutable dios Caos, regente del
cosmos, quien siempre huyó de todo protagonismo en el imaginario colectivo y es
un empírico desenfrenado, que estará creando nuevos y sorprendentes
divertimentos al azar. Lo imagino demasiado ocupado, como para fijar su
atención en los insignificantes humanos y sus pretenciosos temas, sobre la
inmortalidad dentro de la eternidad.
¿Qué les sucederá a los hombres imprescindibles, esos que se
creyeron dioses vivientes? Ellos sí que se merecen ser inmoribles, que no
inmortales; por atormentar a la humanidad y a los hombres comunes, con sus fanfarronerías,
envanecimientos y sus extravagantes esfuerzos por trascender en el imaginario
colectivo, pues lamentablemente solo serán recordados por instante, pero para
maldecirlos y luego ser olvidados irremediablemente, porque la vida continúa.
Lo malo que tiene esta estructura absurda de pensamiento, donde
"la vida comienza con la muerte" es que una gran mayoría pospone
"el aquí y el ahora", el disfrute de las cosas simples de la vida,
así como nuestro mejoramiento como persona, y más grave aún hasta la
sobrevivencia misma de la especie humana.
La humanidad se enfrentará en un siglo aproximadamente a una
catástrofe ambiental a escala global que implicaría una extinción masiva de la
vida en el planeta, similar a la que se produjo entre el periodo Pérmico y
Triásico. Esta vez, será producto de la actividad del hombre, siendo la gran
paradoja, que no solo poseemos el conocimiento, sino mucha de la tecnología que
evitaría el desastre ecológico, solo la inercia social impide reaccionar.
Esta resistencia al cambio, se debe en parte a la concepción
infantil de una vida perfecta después de la muerte en un lugar llamado Paraíso,
sin darnos cuenta que ya vivimos en el Edén, mal podemos merecernos otro sí no
apreciamos el que tenemos.
Las actuales jerarquías de las religiones en general, no
ayudan como estructura de poder terrenal, porque fomenta deliberadamente la
estupidez en las sociedades, para perpetuar su poder. El ejemplo más palpable,
es oponerse al control de natalidad, con el fin de obtener el mayor número
posible de fieles en un culto cualquiera; cuando es una certeza científica que
la sobrepoblación agota los recursos y esto sólo hace más miserable la vida y
acelera nuestro fin como especie.
Por momentos pienso, que el príncipe ruso Piotr Kropotkin, tenía
algo de razón cuando dijo su brutal frase: "La única iglesia que ilumina
es la que arde." Sí existe un paraíso, está en la tierra y sí hay un
infierno, el mismo está en la explotación de la ignorancia de nuestros
semejantes, si merecemos ser dignos de Dios, empecemos hoy por despertar y
afrontar la vida, respetando la naturaleza, con más razón si creemos que es su
obra.